Si Dios ha creado el mundo según su voluntad, ¿cómo es posible que el mal esté en cada esquina? Y si yo mismo he sido creado a imagen y semejanza de Dios, ¿por qué hago el mal con tanta finalidad? Cuando Aurelio Agustín (354-430), futuro obispo de Hipona, se plantea estas preguntas, han cambiado muchas cosas respecto a los primeros y peligrosos años de predicación de la nueva religión.
El cristianismo ya no es una fe perseguida por la ley, sino al contrario: el emperador Teodosio (h. 347-395), en el año 395, la ha declarado religión oficial del Imperio. Los riesgos para la religión de Cristo ya no proceden del poder religioso sino de la dificultad en conciliar fe y experiencia humana. Debe explicarse cómo Dios, en su obra perfecta, haya podido tolerar tanto dolor y tanta injusticia, para que haya, según escribe Agustín en De civitate Dei (413-426), tanto distancia entre la "ciudad de los hombres", nacida del amor del hombre hacía sí mismo y la "ciudad de Dios", fruto del amor del hombre hacia Dios.
Agustín vivió personalmente este conflicto y lo testimonió en su obra más conocida, las Confesiones (397-401). Hombre dedicado en su juventud a los placeres espirituales (pero no sólo a ellos), a la edad de treinta años decidió abrazar la fe cristiana, atormentado por la idea de que su vida carecía de sentido. Por qué, se pregunta, Dios concede la libertad a los hombres, si ésta comporta un riesgo tan grande de perderse.
Toda cosa existe, según Agustín, porque recibe el ser (la sustancia del ser) de Dios. Dios mismo es el ser, y porque es infinita bondad y sabiduría podemos decir que ser, bondad y sabiduría coinciden. Pero las criaturas no son causa de sí mismas, su ser procede de algo externo a ellas, existen, tienen ser, sólo gracias a Dios. El problema del mal es, como para Plotino, una cuestión de falta de ser. Sólo Dios es todo ser, lo creado es ser sólo en parte, y en el hombre nos encontramos con un límite, un fondo oscuro que continuamente lo vulnera sustrayéndolo de sí mismo. El hombre sólo puede reaccionar ante esta fuerza que lo ata al mal buscando en sí mismo la verdad. Como Platón también Agustín está convencido de que la esencia de las cosas no se capta a través de nuestros sentidos, sino que debe ser comprendida más con la mente que con los ojos. Debemos, pues, retirarnos del mundo exterior; dudar de las propias certezas y buscar dentro de nosotros mismos la esencia de las cosas hasta alcanzar el conocimiento de las ideas.
Las ideas platónicas no son más que iluminaciones que Dios prende en la inteligencia de quien lo busca con pasión. Por lo tanto, la contemplación de las ideas es sólo un peldaño en la verdad, el siguiente requiere ir más allá y avanzar hasta el mismo Dios. Por ello Agustín escribe, con una expresión que se haría proverbial, que "conocer es un dinerario de la mente [humana] hacia Dios".
Un mismo itinerario que realiza también la historia humana. Sobre este tema Agustín efectúa una auténtica revolución. Entre los griegos no existe la idea de progreso, la historia se concibe más bien de modo circular, donde una época sucede a otra sin ningún acontecimiento que quiebre la eterna repetición de las cosas privadas de un fin último. Se suceden sin fin épocas doradas y épocas oscuras. Para Agustín, en cambio, el tiempo es una criatura de Dios. Para el Creador el tiempo no existe, Él ha existido y existirá siempre; pero para los hombres el tiempo es la sucesión de los acontecimientos que conducirán, un día, a la llegada del reino de Dios, es un progreso lineal, desde la creación al juicio universal, que procede imparable bajo el signo de la potencia divina. Al contrario de lo que afirmaron los griegos, en la historia no hay nada que se repita, sino que todo recibe su orden del evento fundamental: el nacimiento y la muerte de Cristo, el Redentor. De Él procede el calendario cristiano dividido en "antes de Cristo" y "después de Cristo", una escisión inaceptable para un griego. Otras obras de Agustín están dedicadas a temas más específicamente teológicos, como la trinidad y la creación (De Trinitate, 399-419) y la historia de la salvación (De civitate Dei). En esta última el obispo de Hipona presenta una teología de la historia donde la ciudad terrena y la celeste se disputan el dominio de la tierra, conflicto que sólo encuentra solución con el juicio universal.
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