jueves, 7 de noviembre de 2013

Rousseau: un libertario

De origen humilde y vida difícil, Jean Jacques Rousseau (1712-1778) representa la cara "oscura" de la Ilustración, la crítica de los límites, en lugar de la celebración de los triunfos. Con los ilustrados mantuvo relaciones tempestuosas; a ellos le unía su creencia en la necesidad de una revolución de las costumbres y de la sociedad, pero le separaba la constatación de que razón y ciencia no eran extrañas a la suerte del mundo, y de que si la injusticia se había apoderado del gobierno también ellas deberían tener su parte de responsabilidad. Es inútil afirmar en abstracto las virtudes liberadoras del intelecto si después en la historia humana razón y poder, poder y explotación, egoísmo y corrupción han ido siempre de acuerdo. Debemos esforzarnos en imaginar cómo sería el hombre según naturaleza, cuando vivía como un animal totalmente ingenuo y libre.

Rousseau

En aquel tiempo, escribe Rousseau -un tiempo que acaso nunca haya existido-, el hombre vivía feliz; no había división del trabajo ni propiedad privada, cada uno se hacía lo que necesitaba y entre los hombres reinaba armonía e igualdad. Dios lo creó todo en la perfección e inocencia originales; el origen de la infelicidad debe buscarse en la desigualdad y la causa se encuentra en el primer hombre que trazando una señal alrededor de un pedazo de tierra dijo: "Esto es mío". Es la llegada de la sociedad y no el estado natural, la causa del mal. La ciencia y la filosofía, que deberían haber liberado al hombre, han sido en cambio instrumento de dominio de uno sobre otro; ahora estas dos disciplinas deben armarse de valor y destruir aquella parte de su obra que lleva a la corrupción y a la infelicidad.

En Rousseau está presente, como se observa, un planteamiento fuertemente adverso a la modernidad. Pero su crítica es más pasional que meditada, y apenas el discurso entra a considerar qué debe hacerse para liberar a la humanidad, se abre inmediatamente paso un análisis racional. El regreso al "estado de naturaleza" es impensable; el estado de naturaleza, escribe Rousseau, probablemente nunca ha existido y seguramente no fue el estado de los hombres, sino de los animales. La naturaleza desarrolla, en el pensamiento del filósofo, la función de límite hipotético de comparación para la crítica de la sociedad, y no de modelo para la construcción de un mundo justo. Los hombres, si quieren serlo, deben establecer un contrato social, en el que cada uno se ponga a sí mismo completamente a disposición del bien común, de la igualdad y la libertad de todos, como queda expresado por la voluntad general.

Esta voluntad general es un concepto muy lejano del que Hobbes expresa en el Leviatán y remite en todo caso más fácilmente a Spinoza. En el contrato social Rousseau no imagina la pérdida de todos los derechos de naturaleza a favor de un poder absoluto que los administre en nombre de los ciudadanos. Hay algunos derechos naturales que el individuo no puede delegar, el primero de ellos la libertad.

Estos derechos naturales -he aquí el componente ilustrado de Rousseau- hallan plena expresión, son verdaderos, sólo cuando se transforman de individuos en universales, es decir, en derechos de cada uno y de todos. La voluntad general es la extensión del derecho natural al cuerpo entero de la sociedad. En resumen, el bien del individuo coincide, si se razona profundamente, con el bien de todos los individuos. Detrás de su juicio negativo sobre el progreso de la sociedad asoma un optimismo que, siendo romántico, no es menos firme.

Esta contradicción, que Rousseau no ignora, prosigue en la gran obra que junto al Contrato social (1762) representa la summa del pensamiento rousseauniano, el Emilio (1762). En esta novela pedagógica, el filósofo imagina educar a un joven, Emilio, en la más completa libertad, y delinea los criterios a seguir. En primer lugar se tratará de una educación negativa: la máxima general será intervenir lo menos posible, dejando que el muchacho experimente por sí mismo y desarrolle por sí solo su talento. Es mejor, pues, que Emilio aprenda las ciencias trabajando y observando la naturaleza, y no encorvándose sobre los libros, y que sea libre de seguir sus impulsos ya que "ponemos como máxima incontestable que los primeros impulsos de la naturaleza son siempre rectos". El educador deberá vigilar únicamente que nada perturbe el desarrollo natural, sobre todo que Emilio se mantenga alejado de la sociedad -símbolo del mal- hasta que se haya forjado una voluntad libre y racional suficientemente sólida que le permita afrontarla. Incluso la religión debe nacer en el muchacho espontáneamente, a partir de la maravilla por lo creado y en la intimidad de su conciencia. Una religión sin dogmas, prohibiciones, cultos ni jerarquías, que consta de pocos preceptos morales -amor, igualdad y libertad- en nada divergentes de los que la naturaleza desarrolla por sí sola en el alma de Emilio.

De nuevo el péndulo del pensamiento de Rousseau vuelve, en el Emilio, a desplazarse hacia la naturaleza y contra la modernidad social. Pero, quizá, precisamente en el modelo de educación que proponía el pensador logró dar una explicación convincente de su idea principal: la razón puede comprenderse a sí misma y armonizarse en la naturaleza a condición de que haga autocrítica, de que se quite de encima, por así decirlo, la inicial mayúscula con que la escriben arrogantemente los hombres que se sienten superiores a todo.

Entonces razón y naturaleza podrán vencer la desigualdad social, causa de la infelicidad humana, y guiar a una humanidad nueva hacia la felicidad terrena.

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