Desde una perspectiva radicalmente empirista, todo lo que experimentamos y podemos observar consiste simplemente en la constatación de que ciertos fenómenos (el arder del fuego, por ejemplo, y el calor) acontecen, con una cierta regularidad, contiguos en el espacio y el tiempo. En la vida práctica podemos -debemos más bien- confiar en esta regularidad. Pero racionalmente no es posible hallar una necesidad por la que el efecto deba seguir a la causa. Y lo mismo puede decirse para los conceptos -fundamentales para la filosofía- de sustancia material (los objetos y los cuerpos) y sustancia pensante (el alma). Si me observo desapasionadamente -afirmó Hume-, ¿qué podría afirmar con certeza de mi mente? Puede decir que tengo percepciones muy vivas, las sensaciones, y otras más abstractas, como los recuerdos y las ideas; y éstas son mis percepciones, por lo menos hasta que dirijo a ellas mi atención. Pero de aquí, de esta colección de percepciones y recuerdos, ¿qué debería conducirme a la certeza de que exista una sustancia pensante y que, en resumen, ésta sea mi alma?, ¿no es acaso verdad, por el contrario, que a la tan celebrada conciencia que todo ser humano tiene de sí mismo basta el sueño para hacerla desaparecer?, ¿y debería ser ésta la esencia última?, ¿el "pienso luego existo" sobre el que basar todas nuestras certezas? En realidad es la costumbre la que nos impulsa a ver ciertos fenómenos siempre contiguos, la que nos lleva a creer en la existencia de las causas, los efectos y las sustancias. Cada mañana, al despertar, me encuentro a mí mismo, y mi fantasía llena aquel vacío, del que no sé nada, con la suposición de que mi alma hubiese estado presente aunque yo no hubiese tenido conciencia de ello, de que "me he despertado". Pero ésta es una ficción útil, no un conocimiento racional y necesario. Desde el punto de vista filosófico todas nuestras creencias se reducen a la expectativa de una cierta constancia y coherencia de los fenómenos, y nada más. Que el sol salga cada día es sumamente probable, no necesario como puede decirse, por ejemplo, que es necesario que un triángulo tenga tres lados.
Esta posición de duda e incertidumbre, esta convicción de que la experiencia sea la única fuente de conocimiento y que de esta fuente de conocimiento y que de esta fuente no pueda deducirse nada sobre la esencia real (en término filosóficos "escepticismo"), es conservada por Hume también en los campos ético, religioso y político. Excluida la idea de que la razón pueda alcanzar conocimientos perfectos, que puedan guiar con su fuerza el comportamiento humano, el problema se reduce a la comprensión psicológica de cómo funciona el sentido moral de los hombres. Muy sencillo: serán juzgadas virtuosas las acciones que procuran placer, y dañinas las demás. Y dado que los hombres están naturalmente unidos por el principio de simpatía (del griego simpátheia, "sentir juntos", si no existen impedimentos particulares, también se juzgarán virtuosas las acciones que procuran placer a los demás y no sólo las que nos lo procuran a nosotros mismos. Como se ve, el escepticismo de Hume es mucho más agudo cuando se trata de problemas relacionados con el conocimiento.
Su crítica de la ética burguesa, así como la crítica de la religión, considerada como expresión emotiva del temor y de la esperanza que el hombre experimenta frente al mundo natural, queda atrás, a pesar de sus esfuerzos, respecto a una adecuada comprensión social de esos fenómenos. Pero para ello será necesario que también el escepticismo sea criticado, que se dude de la duda, y que, en resumen, la filosofía comprenda que es un producto del ser humano, no su causa. En este camino, conviene reconocerlo, comenzó a situarla David Hume.
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