Analizando la idea de ley moral vemos que ésta implica la universalidad (debe ser la misma para todos), podemos comenzar con la afirmación de que dicha ley no depende de las elecciones y preferencias de los sujetos particulares, sino que, por el contrario, es superior a ellos, les manda lo que deben o no deben hacer, es, escribe Kant, un imperativo categórico (una orden absoluta). Este imperativo categórico no puede contemplar todos los casos posibles, no puede traducirse en una relación, que sería interminable, de qué hacer en cada situación. Describe más bien y ordena la forma que deben tener todas nuestras acciones.
Son tres las máximas que Kant deduce; en primer lugar se debe obrar según principios que podríamos desear que todos los hombres aplicasen. Si consideramos que estaría bien que todos los hombres fuesen generosos, entonces la generosidad puede ser una forma, un principio al que atenerse en las propias acciones. En segundo lugar, toda acción debe tener unas características según las cuales se trate a toda persona siempre como un fin y nunca como un medio, y finalmente es preciso que toda acción pueda ser considerada expresión de una ley moral universalmente válida. Si éstos son los principios de la moral, ¿cuáles son las condiciones de su existencia? La primera y fundamental es que el hombre sea libre. Sin libertad no hay elección, ni ideales racionales, ni culpa o mérito. Sólo con la libertad se plantea el problema de qué es justo hacer y por tanto si existe la ley moral es condición necesaria de posibilidad que el hombre sea libre.
Además, puesto que es imposible alcanzar la perfección, y además y con frecuencia las mejores acciones no son siempre recompensadas sino, más bien, parece que los malvados obtengan mejores frutos, es preciso reconocer que el alma de los hombres es inmortal y que debe existir un ser supremo que juzgará un día las acciones de todos los hombres asignándoles premios y castigos. De otro modo el imperativo categórico ordenaría cosas irracionales a ser racionales, lo cual representa una contradicción.
Vemos así cómo las ideas que la razón pura no estaba en condiciones de aclarar, que escapaban de los límites de la ciencia, devienen, para Kant, los primeros principios de la moral humana. La Crítica de la razón práctica sigue y concluye de este modo el camino emprendido con la primera Crítica; donde finaliza el dominio de la ciencia (razón pura) comienza el reino de la ética (razón práctica). A ellas, Kant flanqueará la última de las críticas, la Crítica del juicio (1790), completando el análisis de las facultades humanas del conocimiento (juicio según verdad), de la voluntad (juicio según justicia) y de la estética (juicio según belleza). En primer lugar se debe distinguir el juicio reflexivo (juicio de lo bello) de otros que conciernen a la ciencia o la moral; éste no es cognoscitivo, como el intelecto, ni prescriptivo, como en el caso de la ley moral. Se trata más bien de un sentimiento de placer que emerge espontáneamente del acuerdo de lo que se percibe con nuestras facultades, principalmente con el intelecto, que capta el orden, y la imaginación que percibe la armonía. De este modo "bello" será aquel objeto cuyas partes están en armonía entre sí según una medida que place al intelecto y a la imaginación. Cuando la armonía está presente en un objeto creado por el hombre, en un cuadro por ejemplo, entonces el placer que deriva de él será totalmente puro, carente de intereses materiales, de exigencias de verdad o de normas morales. Pero en un ser natural el intelecto será llevado espontáneamente a admirar también la finalidad, la apariencia de que cada parte haya sido concebida de modo perfecto para desarrollar su función y el conjunto responda a cierto diseño original. Este nuevo género de libre acuerdo entre la percepción de la armonía y el intelecto recibe el nombre de juicio teleológico (del griego télos "fin", "finalidad"). Juicio estético y juicio teleológico forman el conjunto de los juicios reflexivos que expresan el sentimiento de un placer desinteresado. Sin embargo, es significativo que ambos tengan dos extremos que no concuerdan del todo con las premisas kantianas. El sentimiento de lo bello puede culminar en lo sublime, aquella emoción que experimenta el hombre frente a la belleza de la naturaleza cuando reflexiona sobre la pequeñez humana en comparación con la grandiosidad de lo creado. Es un sentimiento de belleza no del todo carente, como debería según la definición kantiana, de implicación personal y de aspectos cognoscitivos. Pero es más evidente todavía el caso en que juicio teleológico y juicio estético se unen. Esto sucede cuando el objeto de ambos es el hombre. Para el ser humano armonía y orden no significan otra cosa que, lo hemos visto, orden del conocimiento y armonía de la ley moral. Así que el libre y espontáneo acuerdo de intelecto e imaginación con su "objeto" de contemplación es un acuerdo sobre el sentido de la existencia misma: seguir el intelecto en la ciencia y la razón en la moral, según los límites de la razón pura y de la razón práctica. En el acto de mirarse a sí mismo el hombre puede recomponer en una única armonía la fuerza del conocimiento, la justicia de la moral y la belleza de la armonía de la vida. Como el filósofo indicó en su epitafio: "El cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí".
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