Ya hemos visto algunas propuestas teóricas para discernir criterios morales de validez universal que sean vinculantes para el derecho. Esa validez obedecía a unos complicados requisitos procedimentales. Y también hemos visto que tenían unos presupuestos negados por los autores de esas teorías. En efecto, las explicaciones de Rawls y Habermas carecen de sentido si no partimos, aunque sea implícitamente, de la afirmación del ser humano como persona libre y autónoma, que exige en consecuencia un trato digno. Sin esa consideración previa las ingeniosas construcciones discursivas de esos autores resultan insostenibles. Sin embargo, no quieren reconocerlo porque siguen atados a ciertos presupuestos metodológicos típicamente modernos. Esos presupuestos se cimentan en la supuesta imposibilidad de justificar racionalmente (es decir, de manera universal) las proposiciones que contengan contenidos concretos sobre lo bueno.
Esa imposibilidad la había expuesto Hobbes. A partir de una teoría del conocimiento empirista, había proclamado que las apreciaciones sobre lo bueno y lo malo eran subjetivas. Sólo el cálculo utilitario dirigido a la consecución de la paz podía fundar racionalmente la formación del Estado. Ese empirismo, bajo diferentes envolturas, ha recorrido toda la Modernidad. Incluso Habermas, aunque sus modelos filosóficos sean otros, participa de esa mentalidad. La pretensión de descubrir preceptos materiales sobre lo bueno y lo justo es vista como una ingenuidad superada por la filosofía moderna.
Sin embargo, a estas alturas de la historia cabe preguntarse hasta qué punto está justificada esa acusación. La vieja epistemología empirista está desprestigiada en el ámbito de la ciencia física desde hace más de un siglo. Los científicos actuales saben que su conocimiento no se limita a reflejar una materia perceptible sensorialmente a modo de un reflejo. En el proceso cognoscitivo intervienen otros factores, incluyendo la intuición y la imaginación del científico, que hacen mucho más compleja esa actividad. La mecánica cuántica, por ejemplo, ha mostrado que los modelos propios de la física de Newton, basados a su vez en epistemologías similares a la de Locke, no sirven para explicar el mundo subatómico. La ley de la causalidad mecánica ya no es el molde omnicomprensivo que explica toda la realidad. Y si no sirve para los físicos como monopolizadora de la ciencia, tampoco tiene por qué ser útil para el saber práctico. Recordemos que la descripción del derecho como conjunto de imperativos emanados de un poder que a su vez emanaba de las libertades individuales buscaba justificación prestigiosa en la física de la época (aunque ya sabemos que el contractualismo moderno no vino dado por la ciencia). Hobbes afirmaba claramente que el comportamiento de los cuerpos en el espacio era similar al de los hombres en el ámbito social. Pero si esa física basada en movimientos originados por causas eficientes de tipo mecánico ya no explica la totalidad de la realidad (no sirve, como acabo de indicar, para las partículas subatómicas) tampoco hemos de fiarnos de ella para explicar la vida moral.
Por supuesto, no vamos a estudiar ahora los caracteres de la física contemporánea. Tan sólo quiero mencionar que los presupuestos epistemológicos desde los que se negaba la posibilidad de justificar la conducta humana más allá de los deseos subjetivos han sido abatidos por los mismos científicos. Esto no implica que la nueva teoría del conocimiento proporcione una moral objetiva (de hecho, no lo hace), pero al menos se abre un camino para explorar nuevas maneras de racionalidad adecuadas para lo humano y situadas más allá del empirismo.
Antes de continuar conviene advertir que, a pesar de la quiebra de buena parte de la racionalidad materialista moderna, la mayor parte de la filosofía actual sigue negando la existencia de un conocimiento objetivo; al contrario, proclama la inexistencia de la verdad. Quizá la corriente más popular de esta manera de entender la filosofía sea la representada por un pensamiento derivado de Friedrich Nietzsche y que suele ser catalogada con la etiqueta excesivamente imprecisa de “postmoderna”. A partir de las explicaciones de Nietzsche, que afirmó que no existen hechos, sólo interpretaciones, estos pensadores mantienen que la llamada realidad no es sino una trama infinitamente plural de interpretaciones y que no existe nada que subsista a las interpretaciones. Uno de ellos, Gianni Vattimo, defiende lo que denomina “pensamiento débil”, carente de todo fundamento y disuelto en las tradiciones que de hecho existan en una sociedad. Vattimo defiende la posibilidad de cierta normatividad construida mediante un diálogo lábil y cambiante según el albur de la variación de opiniones, pero no da razones para fundar la moralidad de un diálogo en el que todos participen.
Los autores que comparten estas ideas suelen criticar los modelos modernos de conocimiento y las teorías iusnaturalistas. No sólo niegan que sea posible conocer criterios de comportamiento objetivamente racionales, también rechazan el conocimiento empírico de objetos, e incluso la existencia de sujetos cognoscentes. Parecen negar así las bases del pensamiento individualista típicamente moderno. Sin embargo, estos planteamientos son la exacerbación de ese individualismo. En efecto, la afirmación del caos y el azar (no hay otra explicación en las filosofías postmodernas) “libera” al individuo del cualquier instancia obligatoria ajena a su propio deseo.
Estas tesis postmodernas pueden ser llamativas, y a veces incluso divertidas para celebrar congresos y seminarios y publicar libros redactados con una prosa tan oscura como sugerente. Pero tienen un problema: son completamente ajenas a la cotidianidad humana. Y esa característica las hace un tanto peligrosas: nos hacen olvidar la realidad.
Desde el punto de vista jurídico tienen poco que ofrecer. Según los postmodernos las instituciones jurídicas, las normas, principios, negocios, necesidades, etc. no son más que máscaras para ocultar que las ideas sobre el derecho son meras interpretaciones sin trasfondo. Las leyes dependen de sus intérpretes que a su vez no tienen ningún asidero racional. La consecuencia directa de este planteamiento es la desaparición de la idea misma de juridicidad.
Sin embargo, el jurista profesional que diariamente trabaja con los contratos, actos administrativos, sentencias, etc. no percibe esa especie de sinsentido en el que flotaría la vida. Y lo cierto es que ese jurista tampoco comparte la postura habermasiana, porque le resulta extraño afirmar la racionalidad de una medida, regla o precepto sólo por su aparición tras un proceso discursivo diseñado según la “situación ideal de habla” sin tener en cuenta las características del problema.
En efecto, el jurista utiliza en bastantes ocasiones valoraciones para llegar a la decisión y esa actividad requiere tener en cuenta los aspectos de la situación. Cuando emplea la analogía tiene que encontrar la “identidad de razón” entre el precepto y el caso nuevo. Esto sólo es realizable si advertimos que el problema necesitado de solución jurídica tiene unas necesidades que valoramos como jurídicas a partir del contexto mismo. Es la observación del caso el que nos indica ya algunas directrices de la solución no la discusión ideal acerca de las posibles soluciones. Del mismo modo el empleo de estándares como el de la “diligencia del buen padre de familia” consisten en empleo de valoraciones que han de partir de lo exigido por la situación enjuiciada.
Como vemos, el jurista sólo puede dar una solución razonable si tiene en cuenta la conformación del problema. Y la experiencia cotidiana (no tenemos otra) muestra que sí es posible encontrar razones para la acción a partir de las mismas situaciones vitales sin necesidad de remitirnos a consensos ideales. Y desde luego tiene claro que existe la realidad.
Resulta entonces que la actividad práctica del ser humano, es decir, la moral y el derecho giran alrededor de la existencia de bienes y necesidades que dan sentido a la vida propiamente humana. Tales bienes no parecen obedecer al mero azar, sino que estarían enraizados en la propia manera de ser del hombre. El jurista sabe que muchos de ellos surgen de circunstancias históricamente contingentes, pero eso no implica que sean arbitrarios: aquí y ahora son objetivamente necesarios. Sin embargo, hay otros que están relacionados tan estrechamente con la esencia de lo humano que tienen un carácter mucho más permanente y universal. La filosofía jurídica actual los conoce con el nombre de “Derechos humanos”.
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+ Elementos de los derechos humanos
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Fuente:
Apuntes del profesor Manuel Jesús Rodríguez Puerto, correspondientes a la asignatura de Teoría del Derecho, impartida en la Universidad de Cádiz.