Expresado de manera simple, los derechos humanos serían aquellos derechos que tienen todas las personas por el hecho de serlos, con independencia de sus circunstancias particulares. Sin embargo, esta definición plantea bastantes interrogantes, sobre todo si la estudiamos desde el punto de vista de la filosofía moderna y su base empirista. Esto no deja de ser curioso; los derechos humanos son producto de la Modernidad aunque al mismo tiempo esa Modernidad diseñó una mentalidad materialista que no permitía dar un fundamento objetivo a esos derechos. De ahí la polémica que genera su conceptualización.
- El problema de la definición del "Derecho humano"
El primer problema que debemos afrontar es el de su definición. Al preguntarnos sobre el concepto de derecho humano se nos vienen a la mente definiciones en las que todos estaríamos de acuerdo, pero que encuentran su dificultad en el momento de su exigencia práctica. Así, podríamos definir los derechos humanos como “los derechos que le corresponden al hombre por el hecho de ser hombre” o “los derechos que permiten al hombre desarrollarse y realizarse plenamente como persona” lograrían la aceptación de cualquiera. El problema se plantearía en cuestiones más concretas: cuándo se comienza a ser hombre y cuándo se deja de serlo, cuáles son en concreto esos derechos, si son inalienables o no, si deben ser los mismos para todos los ámbitos culturales (universalismo) o dependen de las culturas concretas, si deben estar positivados o no, si son reconocidos o bien son otorgados, etc. Todas estas cuestiones hacen que muchos desistan de buscar una definición o que, si lo hacen, se queden en análisis lingüísticos, formalistas, de textos sobre tales derechos.
Si en el momento del nacimiento de los derechos humanos como categoría jurídica, hacia el siglo XVIII, fueron considerados como la pieza clave para el cambio de mentalidad sobre la consideración de la persona, hoy día suponen un asidero fundamental ‑incluso para los positivistas más radicales- cuando se pretende encontrar la justicia que no puede suministrarnos un ordenamiento positivo concreto. Sin embargo, el terreno sigue abonado para las eternas discusiones sobre su existencia, alcance, valor, fundamento, etc., y las dificultades parecen no desaparecer nunca. Desde su falta de reconocimiento general como verdadera categoría jurídica hasta su escasa garantía de eficacia, encontramos innumerables problemas que merman la posibilidad de que todas y cada una de las personas que pueblan la tierra puedan gozar de unos derechos que le son inherentes.
- Derechos humanos para el Positivismo jurídico
Desde el punto de vista del Positivismo jurídico (sólo es derecho el que está sancionado por el poder estatal) los derechos humanos no son verdadero derecho. Son exigencias morales lanzadas a los ordenamientos jurídicos positivos; cuando estos los acogen mediante su positivación constitucional como derechos fundamentales pasan a ser jurídicos. Los positivistas difieren acerca del estatus que poseen esos derechos humanos prejurídicos. Para algunos autores es posible fundamentar racionalmente esa exigencia moral, por ejemplo mediante una ética dialógica. En cambio otros consideran que la única base para los derechos es un mero consenso fáctico: la imposibilidad de la racionalidad práctica no permite –piensan estos positivistas- ir más allá. Quizá el problema de fondo reside en el concepto mismo de derecho del que se parte: Si el derecho positivo no tiene la obligación de reconocer los derechos morales, éstos no existen. Si tiene esa obligación, los derechos morales poseen una entidad jurídica previa al derecho positivo, en cuyo caso, falla el concepto mismo de derecho que obliga a expulsar al plano moral algo que posee índole jurídica.
Otra posibilidad de explicar el derecho que permita superar esta contradicción es la que propone Sergio Cotta. Este filósofo italiano explica que una característica esencial del ser humano es la coexistencialidad. En consecuencia, el hombre no puede vivir solo, aislado, sino necesariamente interrelacionado con otros sujetos. La coexistencialidad no puede ser entendida como la simple colaboración o acuerdo para conseguir fines individuales o egoístas; implica que la vida auténticamente humana sólo puede desenvolverse mediante una dependencia mutua. Por ello, el derecho no es primariamente una máquina para ejercer la fuerza, sino un instrumento para conseguir un tipo específico de fines humanos. La consecución de tales fines presupone, además, el reconocimiento de la igual dignidad de todos los hombres. Efectivamente, si el hombre se reconoce como “necesitado”, porque no puede subsistir sin relacionarse con otros, ha de reconocer inmediatamente que los demás se encuentran en su misma situación. Esto supone que reconozca inmediatamente que todos los hombres se encuentran en una situación de igual indigencia ontológica. Este principio ha de estar entonces en la base de todas las relaciones en que se encarne la coexistencialidad. J. Ballesteros resume esta idea cuando defiende que el respeto incondicionado al otro es el fundamento del derecho; sólo donde se reconoce la paridad ontológica entre el yo y el otro hay una verdadera realidad jurídica. A partir de estas explicaciones, el derecho aparece como una forma de comunicación humana que busca conseguir ciertos bienes necesarios para el equilibrio social, que pueden ir desde el orden público hasta la compraventa de inmuebles. La actividad jurídica consiste en ajustar y reajustar constantemente dicha comunicación. En este proceso de ajustamiento entran en juego los derechos humanos, al representar un conjunto de bienes básicos que dan sentido a la práctica jurídica. Difícilmente puede llegar a desarrollarse una vida social aceptable si se desconoce la vida, la dignidad, la integridad física, la conciencia, etc., de una parte de la población. Podrá existir paz y estabilidad, pero las relaciones intersubjetivas que surjan estarán basadas en la fuerza, no en la juridicidad, no en el Derecho.
Por supuesto, esta propuesta no desprecia en absoluto el papel de la positivación de los derechos humanos. La considera imprescindible al ofrecer garantías efectivas para su ejercicio, aunque precisamente sólo para su ejercicio, no para su constitución como realidad jurídica. Y esto, al final, nos lleva a la realidad del derecho natural. Si los derechos humanos son jurídicos, aunque no estén recogidos en el derecho positivo, pertenecen a una realidad que una tradición secular llamó derecho natural.
Es, por el momento en que surgen los derechos humanos y por su contenido, una de las más asiduas comparaciones, sin reparar en muchas de las ocasiones que nada tiene que ver el derecho natural propio de los romanistas o de Tomás de Aquino con el moderno a la hora de otorgar derechos. Mientras que los partidarios del positivismo niegan cualquier relación entre derechos humanos y derechos naturales, por razones obvias, puesto que no creen en los derechos naturales sino tan sólo en los positivos o legales, los partidarios del iusnaturalismo, que creen que al hombre le corresponden una serie de derechos con independencia de que lo reconozca o no la ley, tratan de ver una continuidad o incluso identidad entre derechos naturales y derechos humanos. Si los derechos humanos tienen un carácter histórico evidente (surgen con la Modernidad), es lógico que los mismos vayan asumiendo diversos modos de positivación a lo largo del tiempo y según las distintas circunstancias en las que diferentes sistemas jurídicos hayan ido reconociendo su existencia. Hablar de derechos fundamentales o de derechos constitucionales remite a los distintos modos con que los Estados de Derecho han reconocido la existencia e importancia radical de los derechos humanos. Por ello, los conceptos derechos fundamentales y derechos constitucionales adquieren distintos significados según el sistema jurídico de que se trate. La variedad de las formas de positivación de los derechos humanos –y la interpretación judicial que se haga de ellos- provoca una diversidad tal en sus formas y contenidos, que muchas veces se puede llegar a positivar el mismo derecho humano con contenidos opuestos o contradictorios en dos sistemas jurídicos distintos.
- Derechos humanos y derechos fundamentales
El hecho es que no son identificables los derechos humanos con los derechos fundamentales, porque los primeros son más amplios que éstos y están por encima de cualquier positivación posible, sea interna o internacional.
Más arriba mencionaba la tesis positivista que vinculaba la exigencia de respetar los derechos humanos con el hecho de que ahora se consideran deseables. Esta postura implica la ausencia de fundamentación; en efecto, basta el mero cambio de opinión para que los derechos desaparezcan. Entre los que optan por la fundamentación predominan quienes toman como punto de partida la dignidad humana. Ahora bien, ¿qué podemos entender por dignidad?
- ¿Qué es la dignidad?
Dignidad indica excelencia, superioridad, o preeminencia. En todo caso, cuando se alude a la dignidad se quiere significar algo que sobresale por encima de lo normal. A su vez, esta excelencia o preeminencia puede ser referida a distintas dimensiones de la persona; así podemos hablar de la dignidad de una persona por el cargo o puesto que ocupa en la sociedad o por las acciones que realiza. En tercer lugar, y con mayor propiedad, el término dignidad indica hoy una cualidad exclusiva, indefinida y simple, del hombre, que muestra su superioridad con independencia del modo de comportarse; es decir, hace referencia al valor en sí que tiene la persona humana. Pero la dignidad entendida en este tercer sentido no se refiere simplemente a una superioridad ontológica. Como dice Javier Hervada, se trata de una excelencia que no sólo eleva al que la posee, sino que le sitúa en otro orden del ser. Dignidad se refiere, pues a una cualidad básica del hombre, que pertenece a su propia naturaleza y, en este sentido, no se refiere a condiciones concretas de existencia, sino a un rasgo ontológico que no es adquirido por el hombre ni atribuido por ninguna instancia ajena al mismo: simplemente, se posee por la simple pertenencia a la especie humana. Esta distinción se aprecia con claridad si nos fijamos en que sólo el hombre es capaz de conocer la razón de lo que hace, es decir, persigue con libertad una finalidad u objetivo, tiene la capacidad de entender y de querer y, en consecuencia, de conocer la moralidad de sus actos y esto exige que el hombre sea tratado (por sí mismo y por los demás) siempre como un fin en sí mismo, no como un medio.
La dignidad de la persona humana es, por tanto, un atributo inherente a su naturaleza racional. En consecuencia, es algo que todas las personas poseen, puesto que lo natural no es algo que el hombre adquiera a voluntad propia, sino que es algo que se tiene desde el mismo momento de nuestra existencia y, por tanto, igual en todos nosotros. Por hacer una comparación, tan natural es al pájaro volar, como al hombre poseer dignidad. Esto es incuestionable. Todos los individuos que pertenecemos a una misma especie (en el caso de los hombres, todos los individuos que pertenecemos a la especie homo sapiens) poseemos la misma naturaleza racional. Ahora bien, tal y como advierte M. Rhonheimer, no se trata de que un individuo de la especie humana porque tenga racionalidad sea persona, sino más bien al contrario, porque es un individuo vivo de la especie homo sapiens, es persona y, en cuanto que persona, posee naturaleza racional.
La referencia a la “naturaleza” alude a que estas cualidades racionales no necesariamente tienen que estar desarrolladas completamente, en acto, sino que basta la posibilidad de poder. Por seguir utilizando el símil del pájaro, a nadie se le ocurriría pensar que un pájaro que aún no sabe volar, no posee por tal hecho naturaleza (esencia) de pájaro, o que es menos pájaro que otro adulto. Tampoco se cuestionaría ese dato si, por cualquier circunstancia, se le ha roto un ala y no puede volar. Ni siquiera cuestionaríamos su naturaleza de pájaro en el hipotético caso de que consiguiéramos que se comportara no ya como un pájaro, sino como otro animal no volador. Lo mismo podríamos decir de los monos que son capaces de reconocer determinados signos de escritura, o que pueden retener en la memoria bastantes datos: no son por ello más hombres y menos monos.
Por ello, no se trata de que, en las situaciones en las que los hombres no hayan podido desarrollar fácticamente sus potencialidades o habilidades (concebidos no nacidos, enfermos mentales, deficientes, en coma, etc.), sólo sean personas potenciales. Ni mucho menos: son personas en acto, puesto que, desde el momento de su existencia comparten con el resto de los que integramos la misma especie, la misma naturaleza; lo que es potencial es la capacidad de desarrollar las cualidades (poderes) inherentes a su naturaleza: racionalidad y voluntad. No existen “personas potenciales”, ni “pájaros potenciales”, como no existen “personas a tres cuartos o a mitad”: o se es persona o no se es: no caben posiciones intermedias. Y por ser persona, se posee dignidad.
Ser persona, o lo que es lo mismo, tener dignidad, además de ser un atributo natural (es decir, “dado”, atribuido por una instancia distinta, que no depende de nuestros actos libres o de nuestra voluntad) constituye el principio de la igualdad natural de los hombres: porque todos los hombres pertenecemos a la misma especie, poseemos la misma naturaleza y, en consecuencia, la misma dignidad. Todos los hombres somos igualmente dignos. Es decir, esta igualdad en la naturaleza o en la dignidad, es una igualdad que no admite grados, ni de unos respecto de otros (es la igualdad antes indicada), ni en un mismo hombre, por lo que todo hombre tiene igual dignidad desde el primer instante en que comienza a existir hasta el último instante de su existencia. Esto permite afirmar la inmutabilidad de la dignidad o excelencia del ser humano con independencia de las condiciones circunstanciales en las que se desarrolle su vida. Es decir, permite una fundamentación de los derechos humanos que supere la reducción de la dignidad a la “calidad de vida”, con la consiguiente exclusión de la titularidad de los mismos a quienes (según no sabemos qué criterios, variarán en cada contexto) consideren que su vida no es de suficiente calidad como para ser calificada de humana.
Sólo una fundamentación de los derechos humanos en la dignidad ontológica que estamos exponiendo permitiría afirmar la "inalienabilidad" de los derechos inherentes a ella, es decir, que no sólo son inviolables por terceras personas, sino que tampoco el propio titular puede renunciar a ellos, por cuanto la persona no es libre para ser o dejar de ser persona.
De este modo de entender la dignidad humana derivan inexorablemente tres derechos humanos inalienables: el derecho a la vida, el derecho a la salud y a la integridad física (alimentos, vivienda, vestidos, etc.) y el derecho a las libertades personales (ideológica, de expresión, religiosa, de reunión, etc.).
Por supuesto, toda esta forma de argumentar carece de sentido desde el punto de vista del empirismo-materialismo propio de una vía muy importante de la filosofía moderna. Como ya he indicado, esos presupuestos epistemológicos ya no los defienden ni los mismos físicos. Por otra parte, la historia del siglo XX muestra que la dignidad de la persona no es una mera fantasía. Tal vez no sea ocioso recordar que Stalin, como máximo intérprete en la URSS del marxismo-leninismo, era un defensor del materialismo filosófico; las consecuencias de su acción política basada en tales teorías son suficientemente conocidas.
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Fuente:
Apuntes del profesor Manuel Jesús Rodríguez Puerto, correspondientes a la asignatura de Teoría del Derecho, impartida en la Universidad de Cádiz.