viernes, 4 de octubre de 2013

La reforma protestante de Lutero

En la historia de las religiones las divisiones son un fenómeno habitual. Basta pensar en las relaciones entre judíos y cristianos, cristianos y musulmanes y, dentro de la misma Iglesia, en el Cisma de Oriente (1504).

Reforma protestante lutero

Así fue también para la Reforma protestante, cuyo inicio suele situarse en 1517, año en que el monje Martín Lutero (1483-1546) clavó en los muros del convento de Wittenberg sus famosas 95 tesis. En realidad la crisis había tenido una larga gestación. Fue ante todo una crisis espiritual de la Iglesia, ya que muchas voces se levantaron en su contra. Se había producido también una corrupción en las costumbres que suscitó indignación y descontento entre la sociedad civil. Pero, sobre todo, la sociedad en su conjunto observó un cambio decisivo; los grandes reinos europeos se habían consolidado definitivamente, el predominio absoluto de las órdenes religiosas en la cultura, debilitado notablemente y las formas de producción estaban cada vez menos ligadas a los ciclos naturales y dependían cada vez más de la iniciativa de los hombres de ciudad (de "burgo", pequeña ciudad). El poder papal, durante siglos garantía de unidad y control en una sociedad cerrada y tendencialmente inmóvil, se convertía en un obstáculo para la autonomía en la campo político y económico de las grandes monarquías, de los comunes e incluso para los burgueses, que no podían obrar según los preceptos de las buenas obras y al mismo tiempo tener éxito en los negocios. Dentro de un marco similar es comprensible cómo un sentimiento religioso sincero, como el que animó a Lutero, se pudiese transformar en un movimiento social imparable.

La materia de la contienda fue muy seria desde el punto de vista doctrinal. Los luteranos negaban la autoridad de la jerarquía eclesiástica, reducían los sacramentos al bautismo y a la eucaristía, rechazaban las indulgencias (el perdón de los pecados a cambio de dinero) y, por si fuera poco, modificaban radicalmente la relación del creyente con Dios. Para Lutero no son las obras lo que decide la salvación del alma, sino la fe interior, el contacto directo del alma con Dios, mediado únicamente por la lectura de la Biblia (que antes traduce por vez primera al alemán). El hombre no tiene la libertad necesaria para conquistar la salvación a través de sus acciones, sostiene Lutero en su obra quizá más desesperada, el De servo arbitrio, sino sólo la gracia, gratuita e insondable, de Dios puede salvarlo. Es en esta relación personal con Dios que cada ser humano descubre si está destinado a salvarse o a condenarse; el destino de cada individuo no depende del bien realizado durante su existencia terrena sino única y exclusivamente de la voluntad inescrutable de Dios. El hombre está sujeto a la predestinación, infierno o salvación, desde su nacimiento, y nadie puede saber qué le corresponde, sólo puede esperar, tener fe y rezar. Es fácil comprender la oposición que estas ideas suscitaron no sólo de la jerarquía eclesiástica sino también de quien, como Erasmo, había sido decididamente favorable a una renovación profunda de la Iglesia. Los sucesores de Lutero -sobre todo su amigo Melanchton (1497-1560) y el teólogo Calvino (1509-1564), fundador de la doctrina protestante calvinista- dieron vida a doctrinas no menos rígidas que la romana, con tanta liturgia como aquélla, orden sacerdotal e incluso un tribunal contra las herejías. Un español, Francisco Suárez (1548-1617), conocido como el Docto Eximio (autor de Disputaciones metafísicas, 1597) gozaría de gran popularidad en los países protestantes, a pesar de que se inscribía dentro del tomismo.

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Imagen: Historia general

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