jueves, 3 de octubre de 2013

La Iglesia ante las revoluciones científicas y teorías filosóficas de los siglos XV y XVI

La Iglesia no aceptó las revoluciones científicas y menos aún las teorías filosóficas que intentaban traducir aquellas novedades. Si los científicos pudieron defenderse sosteniendo que sólo construían modelos hipotéticos y no descriptivos del universo, a los filósofos esto no les fue, por lo general, tan bien. No siempre la razón humana respeta la autoridad, sino que, por el contrario, tiende a desenmascarar los miedos en los que se basan los poderes constituidos, de modo que éstos, a menudo, la sustituyen con igual recelo. Parece casi -según escribe uno de los más profundos humanistas cristianos, Erasmo de Rotterdam (h. 1469-1536)- que una suerte de 'demencia' se haya apoderado de la humanidad, dejándola ciega y sorda, hasta el punto de que si alguien quisiera seguir realmente los preceptos de Cristo (votos de pobreza, amor y fraternidad) parecería haber caído en la locura. Precisamente un Elogio de la locura (1511) escribió el literato holandés, polemizado tanto con la seriedad de las disputas filosóficas como con la corrupción de la Iglesia.

Erasmo
Erasmo de Rotterdam (1469 - 1536).

El humanista español Juan Luis Vives (1492-1540), amigo de Erasmo y de Tomás More, mantiene la misma posición antiescolástica, al igual que Nicolás de Cusa (1401-1464), autor del tratado De docta ignorantia. Cusa no toleraba el grado de abstracción y de presunción de las escuelas filosóficas oficiales, y ello le impulsó a componer obras en defensa de una actitud aparentemente paradójica, la "docta ignorancia".

Conocer significa remitir lo desconocido a lo conocido estableciendo comparaciones, como cuando decimos que una cosa es "parecida a aquella otra, pero más grande", por ejemplo. Pero si es así, entonces no existe ninguna posibilidad de conocer la esencia de las cosas. Las esencias no pertenecen al ámbito de la experiencia humana, están fuera de los límites finitos de nuestro intelecto, y por lo tanto no podemos aplicarles los principios de la lógica; ¿cómo establecer una comparación, por ejemplo, entre nuestra memoria y el infinito conocimiento de Dios?

El Absoluto (como Nicólás de Cusa denomina voluntariamente, según la tradición platónica, al ente divino) está fuera de nuestro alcance; desde el punto de vista humano es coincidentia oppositorum, es decir, un ser donde coexisten atributos y cosas que a nosotros nos parecen excluirse recíprocamente, como por ejemplo la omnisciencia y la esperanza en Dios. Sólo nos queda reconocer nuestra ignorancia, el socrático "saber que no sabe", pero se trata de una ignorancia docta, en el sentido de que se ha liberado del error de creer que el infinito absoluto pueda ser conocido por vía directa. A la mente le queda la posibilidad de construir hipótesis, modelos, que describan el mundo; pero estos modelos no serán imágenes exactas de la realidad, no la reflejarán, sino que se limitarán a ser creaciones útiles y verdaderas sólo en el ámbito de la experiencia humana. Es significativo que a partir de estas premisas Cusa derive una sorprendente tolerancia religiosa y civil; si nadie puede conocer nada del Absoluto, ¿por qué combatir las distintas religiones? Es más sabio reconocer que cada una, a su modo, intenta representarse a Dios, servirlo y venerarlo como puede, y ésta es la verdadera síntesis de todas las religiones monoteístas y positivas.

Por muy razonable que nos parezca la reflexión de Cusa, la Iglesia no podía tolerar una formulación semejante como demuestra la obra de Giordano Bruno (1548-1600). Su pasión filosófica, la voluntad de proporcionar al hombre un universo donde vivir con inteligencia y pasión, y, finalmente, un sentimiento casi religioso de la dignidad de la naturaleza terminaron por costarle la vida. Bruno quiere transferir a la filosofía la ciencia de Copérnico, pero rechazando la actividad prudente del científico. He aquí el escándalo de la filosofía, el universo es infinito, consta de infinitos mundos en los que habitan seres vivos infinitamente distintos. Desaparece, pues, el tradicional orden aristotélico; Dios es infinito y absoluto, en Él los opuestos coexisten sin contradicción y por tanto no hay vía de acceso lógica a su conocimiento. Es mejor dirigirse al universo físico donde todo es vida y donde incluso la parte más pequeña está en armonía con todas las demás, y el conjunto constituye el alma del mundo. Esta alma, de clara derivación platónica, es sobre todo unidad y armonía; en ella se pueden distinguir Dios y los mundos físicos, y los individuos uno del otro, pero esas distinciones son como sombras, fugaces e inestables, inmediatamente superadas por el sentimiento de la unicidad del alma del mundo.

La verdadera religión no es la de las narraciones fantásticas y los rituales vacíos del cristianismo, buena sólo para espíritus rudos, sino la filosofía de la naturaleza. Tanto en la Expulsión de la bestia triunfante (1584), como en De la causa principio y uno (1584) y en Los heroicos furores (1585), sus obras maestras, Bruno postula que debemos librarnos de los prejuicios y de los vicios humanos y entregarnos a celebrar la bondad del mundo natural; oponiéndose a las etiquetas de renuncia y penitencia, el filósofo italiano enseña que la naturaleza y la materia son buenas y no un límite pecaminoso del que debamos mantenernos alejados. En fusión y armonía con el alma del mundo el hombre puede alcanzar un extraordinario "furor heroico", una pasión de conocimiento y verdad (semejante, en cierto modo, a la locura de Erasmo y a la docta ignorancia de Cusa) que lo asimila a Dios.

En el universo bruniano lo que aparece -otro motivo platónico- no es más que sombra. Detrás de ella están las ideas que proceden del Absoluto. El hombre puede elevarse hasta las ideas porque éstas se expresan racionalmente (están presentes en la menta humana) como signos de un arte que enseña cómo se combinan las formas, en infinitas variaciones, dando lugar al mundo natural. Bruno es un seguidor del arte combinatoria de Llull. Los signos de las ideas pueden ser combinadas por el sabio de modo que reproduzcan la combinación natural de las ideas. Quien conoce este secreto está en condiciones de actuar sobre la naturaleza y producir eventos maravillosos que los hombres comunes llaman magia, y que en realidad no es más que conocimiento del alma del mundo y de sus signos. Una de las acusaciones que la Iglesia dirige a Giordano Bruno será precisamente la de mago. Intentó retractarse, pero el delito de un universo sin límites, ni siquiera en Dios, era demasiado grave. Bruno fue quemado en la hoguera, en Campo de Fiori en Roma, el 17 de febrero de 1600. Las acusaciones de herejía eran comunes en la época y ya habían condenado a la hoguera al médico español Miguel Servet (1511-1553) por sus ideas antitrinitarias (De trinitatis erroribus, 1531) y su anuncio del fin del anticristianismo papista (Christianismi restitutio, 1553).

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Imagen: ABC

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