El filósofo inglés John Locke (1632-1704) fue el representante más importante de la corriente de pensamiento, de larga tradición, denominada empirismo. Los empiristas rechazan la idea de que la razón tenga un cierto grado -grande o pequeño- de autonomía de la experiencia.
John Locke (1632-1704). |
Están convencidos de que la mente es el resultado de las experiencias realizadas y de que no tiene ningún sentido pensar contra la experiencia. Es evidente que el modelo de referencia de los empiristas es sobre todo el que ofrece la práctica de las ciencias naturales, donde los objetos son el "dato fáctico", el punto de partida de la investigación. A partir de ahí, tratan de extender el método científico a los objetos sociales, éticos y artísticos. El empirismo se define sobre todo como teoría del conocimiento, gnoseologia (literalmente, "discurso sobre el conocimiento"); si bien, como es obvio, del modo en que el hombre conoce el mundo que le rodea derivan consecuencias importantes en todos los campos de la vida. La investigación de Locke, autor de los dos Tratados sobre el gobierno civil (1690) y del fundamental Ensayo sobre el entendimiento humano (1690), comienza por la crítica del racionalismo o mejor del innatismo, de la idea de que algunos conocimientos fundamentales (los principios lógicos, la moral, etc.) sean innatos, no pudiendo derivarse de ninguna observación empírica. Si así fuese -sostiene Locke- tales ideas estarían también presentes en la mente de los niños y de los salvajes, pero nosotros sabemos por experiencia que no es así. En realidad la mente humana, que de por sí es una hoja de papel en blanco, se activa combinando las sensaciones que recibimos del mundo exterior. De las cualidades primarias (físicas) y de las secundarias (psicológicas), que llegan a nuestros órganos sensitivos procedentes de los objetos, derivamos algunas ideas simples, tan elementales que sin duda son verdaderas. De una piedra candente, por ejemplo, conocemos con certeza la cualidad primaria de la temperatura y la cualidad secundaria, es decir "que quema". A partir de aquí nuestro intelecto efectúa una operación de reflexión, formando ideas complejas (compuestas por más sensaciones) e ideas abstractas (no ligadas inmediatamente a varias sensaciones).
Uniendo distintas sensaciones en una idea compleja el intelecto organiza los modos de las sensaciones (espacio y tiempo, por ejemplo), así como también las sustancias y las relaciones. Éstas, que la filosofía racionalista consideraba esencias reales, son por el contrario referidas por Locke a la simple operación de abstracción de los datos de la experiencia de las sensaciones, de todas las determinaciones de la singularidad. De la percepción de un perro, por ejemplo, la mente puede sacar, abstraer, el lugar donde se encuentra, el momento en que lo ha visto, el color, el carácter y una cierta parte de su forma, hasta que la percepción así depurada se convierte en una idea general de todos los perros. Nos hallamos en las antípodas de la teoría platónica; allí eran las formas las que constituían los seres particulares, aquí las formas no son más que la suma de las experiencias se los seres particulares.
El hombre asigna a estas ideas generales, a su arbitrio, nombres que componen, en su conjunto, el lenguaje. Conocer significa entonces conectar entre sí los signos de las ideas simples que proceden de las sensaciones, y los signos de las ideas generales expresados como nombres también ellos, en última instancia, derivados de las sensaciones. En este sentido el conocimiento tiene como instrumento, según Locke, una semiótica, una ciencia de los signos (del griego semêiotike, "que observa los signos").
Así entendido, el conocimiento humano debe abandonar la idea de perfección y certeza a favor de una continua revisión de la experiencia y de los conocimientos adquiridos. Es una ciencia menos segura pero más concreta, en cierto sentido más unida a los problemas prácticos que tiene que resolver. Buen ejemplo de esta actitud son tanto la ética como la política de Locke. La razón práctica está en condiciones, según el filósofo inglés, de conducir al hombre a una religión racional, al descubrimiento de los principios más elementales de la fe, incluso sin la ayuda de la Revelación, aunque ésta conserve su carácter de testimonio verdadero.
Esta religión racional es cuanto basta para la convivencia civil, basada en la tolerancia en el campo ético y en la propiedad privada en el económico. De ambas libertades debe ocuparse el Estado y de nada más. Tiene que existir, según Locke, una neta separación entre Estado e Iglesia: el Estado debe ser esencialmente laico y la Iglesia debe limitar sus poderes a las cuestiones espirituales.
El poder del Estado ya no es el Leviatán de Hobbes, sino un pacto entre hombres prudentes, que no renuncian a sus derechos naturales en favor del soberano. También el estado de naturaleza es para Locke, a diferencia de Hobbes, un estado fundado en la razón, no en la violencia. Así que el paso del estado natural a la sociedad no implica ninguna revolución de la sustancia de los derechos naturales (vida, libertad y propiedad). Los hombres forman una comunidad política sólo para defender tales derechos con mayor eficacia, pero cada uno sigue poseyendo sus propios derechos con mayor eficacia, pero cada uno sigue poseyendo sus propios derechos y por tanto oponerse a cualquier gobierno que no los tutele seriamente. El Estado de Locke es el modelo de la democracia liberal, anglosajona, del siglo XVIII.
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