lunes, 21 de octubre de 2013

La ciencia en el siglo XVII: ¿dominio o liberación?

El hombre mantiene una relación compleja con la naturaleza. Por un lado, también él, como todo, forma parte de ella pero, por otro, se distancia, la contempla desde fuera y aprende a utilizarla. Es evidente que la naturaleza entendida como obra de Dios y la naturaleza como instrumento no son la misma naturaleza. La misma cosa, el curso de un río, por ejemplo, cambia bastante si es considerada como sede de una divinidad o como fuente de aprovechamiento hidráulico. Pues bien, en el mundo occidental el progreso de la ciencia se ha presentado siempre como una progresiva reducción de la naturaleza a instrumento, objeto y ley. ¿Dónde ubicar entonces a los dioses?

Francis Bacon

Francis Bacon (1561-1626) consideró que había llegado ya el momento de una neta separación entre el ámbito de las verdades científicas y las esperanzas del espíritu. A tal fin es necesaria una reforma radical, como describe en el Novum Organum (Nuevo órgano), parte de la Instauratio Magna (1620), su obra principal. En primer lugar es preciso liberarse de las supersticiones, debidas a la naturaleza humana (ídolos de la tribu), al carácter de cada uno (ídolos de la caverna), al lenguaje y conveniencias sociales (ídolos del foro o plaza pública) o las distintas filosofías (ídolos del teatro). Desembarazado el campo, debe procederse a la investigación auténtica: la inducción. Ésta consiste en la recogida de datos a través de esquemas de clasificación (tablas) y en la composición de muchos fenómenos particulares bajo una única forma hipotética. Por ejemplo, a partir de la observación del vuelo de muchos pájaros se puede inducir que para volar es necesario tener huesos vacíos internamente, dado que todas las aves están hechas así. Después debe procederse a inventar un experimento que sea la contraprueba de la hipótesis buscando un posible desmentido. Si este intento falla, si el experimento crucial confirma la inducción, entonces la teoría será utilizable. Bacon imaginó cosas maravillosas -algunas más verosímiles que otras- partiendo de este modelo de ciencia. La importancia del científico inglés radica, sobre todo, en la idea de ciencia que propone, laica y útil dominadora de la naturaleza. La primacía de la revolución científica corresponde en cambio a Galileo Galilei (1564-1642). No tanto por su célebre defensa del sistema heliocéntrico, que le costó la condena de la Inquisición, como por su convicción, anticipada por Leonardo da Vinci, de que el universo era un libro escrito por Dios, "en lengua matemática, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas".

El conocimiento para Galileo no es una empresa heroica. Sus obras maestras -el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (1632) y El ensayador (1623)- están llenas de su fe en la liberación del hombre a través de una ciencia sobre la que no reine ni la autoridad de la Iglesia ni otro poder más que la razón, común a todos los hombres. Porque -he aquí el punto crucial- el universo está regido por leyes simples e inmutables, abiertas a la comprensión matemática y geométrica, mejor dicho están hechas de matemática y geometría; los poderosos pueden ejercer sus derechos, sobre todo lo demás, pero no sobre aquellas leyes. El hombre debe confiar por tanto más en el anteojo que le dice que el Sol no se mueve, que en la autoridad eclesiástica que interpreta la Biblia como un texto de física aristotélica, debe confiar en la hipótesis atomista que le dice que las sensaciones no son esencia sino el resultado subjetivo del encuentro entre los cuerpos y los órganos de sentido, debe confiar finalmente en un mundo que si bien creado por el Omnipotente, sólo se obedece a sí mismo. Se comprende así la condena de la Iglesia, a su modo coherente, porque Galileo llevó la razón fuera del control de toda autoridad que no fuera la de la razón misma, algo totalmente incompatible con la visión cristiana del mundo.

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+ Giambattista Vico