Spinoza, además de racionalista, fue inmanentista, un defensor de la idea según la cual Dios y Universo son una única cosa. Una sustancia similar, prosigue, está hecha de una infinidad de atributos, cualidades o formas, cuya suma coincide con la sustancia misma. Conocemos sólo dos de estos atributos infinitos: el pensamiento y la extensión.
Pero estos atributos se presentan a nuestra mente en una serie, también infinita, de modos, cada modo particular de un atributo de la sustancia corresponde a un ente determinado, "este" perro o "esta" silla. Cada modo puede ser considerado con referencia al tributo extensión -y entonces decimos que esa o aquella otra cosa son- o como expresión del atributo pensamiento, y entonces es conocimiento. Existe una perfecta correspondencia entre los atributos, dado que todos son atributos de la única sustancia, así que "el orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y a la conexión de las cosas"; y conocer no significa otra cosa que reconocer aquella identidad. Todo procede de Dios por necesidad interna de Dios mismo. Este proceso se llama natura naturans (que deviene naturaleza) si se considera desde el punto de vista de la sustancia, mientras que la natura naturata (devenida naturaleza) es el mundo como aparece a nuestros ojos. Pero nuestros ojos, según Spinoza, no ven bien. Es nuestra imaginación la que construye la semblanza de un mundo de objetos uno separado del otro; toda la múltiple realidad está en la sustancia única según una necesidad racional que es la sustancia misma; y es aquí donde comienza a asomar la parte más atrevida de la filosofía spinoziana.
La necesidad y la racionalidad de la sustancia son tales que excluyen radicalmente a cualquier Dios dotado de voluntad y de finalidad. Todo lo que está en la sustancia -y todo está en la sustancia- se sigue sólo a sí mismo. Admitir, por ejemplo, que Dios tuviese finalidades sería como decir que la sustancia carece de algo hacia lo que tiende, lo cual es absurdo. Si todo es necesario también lo son las acciones humanas. El hombre se siente libre porque se imaginaría libre, porque no conoce las causas que lo mueven, como una piedra -escribió Spinoza- que si estuviera dotada de pensamiento se imagina que cae a tierra por su propia elección. En la sustancia absoluta no existe lugar para el libre arbitrio, e incluso la elemental distinción entre bien y mal pierde todo significado. Cada ser está dotado de un impulso fundamental: conservarse y aumentar su fuerza vital, su potencia. Bien y mal, pues, son determinados por cada uno en base a que correspondan a ese impulso o, por el contrario, lo obstaculicen. Según Spinoza existen tres grados distintos de conocimiento: la imaginación como instinto, la razón que captura los nexos de causa y efecto, y la intuición que capta la esencia eterna de las cosas. Esta tripartición no debe entenderse como una sucesión, en la que el grado siguiente anule al precedente. El mundo política, por ejemplo, no está gobernado por la intuición sino creado por la imaginación que constituye su verdadero motor. Del mismo modo, la distinción entre agradable y desagradable no se anula por el conocimiento de que el dominio de las propias pasiones y la transformación del amor hacia nosotros mismos en amor a Dios constituye un bien más profundo. Porque el Dios de Spinoza es (también) "nosotros mismos", es Deus sive Natura (Dios o Naturaleza). Las pasiones humanas no son un efectos externo de la sustancia, ni tampoco el límite inferior de la omnipotencia divina. Al contrario, para Spinoza, el efecto permanece dentro de la causa, el hombre dentro de Dios, sus pasiones dentro del amor que Dios profesa por sí mismo. Las pasiones y la imaginación son fenómenos "naturales" no menos que la contemplación de la sustancia absoluta.
La única diferencia que Spinoza reconoce radica en que la imaginación suministra un conocimiento inadecuado, de modo que el hombre no sabe el porqué de sus propias acciones, mientras los conceptos, conocimiento "claro y distinto", permiten que el hombre se libere de la impresión de obrar según su libre voluntad, según sus pasiones. Lo cual no significa que entonces sea totalmente distinto el principio del deseo y de la acción humanos, sino sólo que aquel deseo y aquella acción se vivan como deseo y acción de la sustancia misma. Es un error, dice Spinoza, confundir el conocimiento con la imaginación, el "concepto" de perro con un perro de carne y hueso. Pero, añade, no es el conocimiento del perro lo que existe, sino los perros auténticos: "el concepto de que el perro no ladra".
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