jueves, 16 de mayo de 2013

Los átomos y el amor

En la segunda mitad del siglo V a.C. la filosofía se enfrentó a un cambio, el cual consistía sobre todo en la división entre física, aquella ciencia que indaga el mundo natural, y sofística, la ciencia del mundo humano. La difusión y el alcance de la filosofía, que la llevó a ocuparse de un mayor número de problemas, y el sorprendente progreso de algunas ciencias, fueron, con toda probabilidad, las causas que influyeron en la idea de que la naturaleza y el espíritu humano no podían ser estudiados del mismo modo, sino que era necesario partir de dos planteamientos diferentes.

Los físicos formularon por primera vez lo que sería llamado "método experimental", mientras que los sofistas (de quienes se hablará más adelante) insistieron en la arbitrariedad de la acción humana, vinculada con la libre voluntad del individuo y, por lo tanto, no reductible a las leyes de la causalidad natural. Se asiste así a la división entre quienes indagan en la naturaleza a través de los experimentos (de aquí "método experimental") y aquellos que, por el contrario, centran su atención en el misterio de las emociones, de la voluntad y de las razones que guían al ser humano en las elecciones que se imponen en el transcurso de la existencia.

Empédocles de Agrigento (h. 490-432 a.C.) fue, por así decirlo, el último de los viejos y el primero de los nuevos filósofos. Empédocles pertenece al nuevo modo de entender la filosofía que acabamos de describir tanto por su compromiso civil, la habilidad médica que le hizo célebre, como por su sincera convicción de que todo el pueblo debería ser educado. Sin embargo, en su teoría cosmológica aún se encuentran huellas del pasado. Sostiene que todo está formado por cuatro elementos, aire, agua, tierra y fuego, y que sólo dos fuerzas actúan sobre ellos: el amor unificándolos y el odio dividiéndolos. Nuestro mundo estaría en continua alternancia entre períodos de amor, cuando todo retorna sobre sí mismo, y períodos de odio, durante los cuales todo se mezcla y nace la vida que, sin embargo, tienda por su propia naturaleza a extinguirse como vida singular para regresar a la unidad del amor.

Totalmente diferente es el planteamiento de Anaxágoras (h. 500-h. 428 a.C.). Defensor convencido del método experimental se propuso formular hipótesis que sirviesen para dominar la realidad, en vez de buscar explicarla. Desde esta perspectiva no existe, en opinión de Anaxágoras, una gran diferencia entre el mundo natural y el humano, ambos son observados sin recurrir para conocerlos a elementos mágicos o intervenciones divinas. Entonces se descubre que la inteligencia humana no se debe a la obra de ningún dios, sino de manera mucho más simple a la posesión de manos, que al estar adaptadas para manejar objetos permiten desarrollar las facultades mentales de los seres humanos. Del mismo modo no hay nada misterioso en la naturaleza física, sino que sólo se da una serie infinita de cualidades, debida cada una de ellas a una combinación de elementos muy pequeños -llamados por él homeomerías o bien "semillas"- que son tantos y tan variados como las diferentes características de los objetos (el ser de madera, el frío, la humedad, el verde, etc.). Por encima de esta naturaleza reina un intelecto supremo, despojado de un aspecto religioso y parecido al humano, que es responsable de la primera y originaria combinación de las "semillas" naturales.

Aún más audaz, desde una perspectiva materialista, fue la hipótesis de Demócrito de Abdera (h. 460-h. 370 a.C.), quien sostiene que la realidad estaría compuesta de elementos físicos tan pequeños que no podrían dividirse más, los cuales tomaron el nombre de "átomos" (del griego átomoi, "indivisible"). A pesar de lo que pueda parecer, los átomos de Demócrito, y de su maestro Leucipo, no son en absoluto idénticos a las "semillas" de Anaxágoras. Éstas son de las cualidades, infinitas en número como infinitas son las cualidades de los objetos, mientras que los átomos de Demócrito fueron concebidos precisamente como más tarde los descubriría la ciencia moderna: pocos, idénticos entre sí y diferenciables sólo por la forma y el tamaño.

Todo, incluido el ser humano, está formado sólo por átomos y vacío. Los átomos y el vacío existen desde siempre y el vertiginoso movimiento de estos átomos determina la agregación o la descomposición de los cuerpos. Cuando los átomos más pequeños penetran en los órganos de los sentidos se producen en el ser humano las sensaciones que pueden transformarse en imágenes (en griego éidola). El ser humano asigna a estas imágenes nombres arbitrarios y convencionales, de tal manera que aparece el lenguaje, gracias al cual se eleva por encima del resto de los seres vivos e inicia su historia. La lucha del ser humano por sobrevivir y vivir mejor, conquistando "serenidad de ánimo" o "bienestar" no está condicionada por una intervención divina o sobrenatural. Su felicidad o desgracia dependerán únicamente de sí mismo, de su capacidad para gobernar las pasiones mediante la inteligencia y la astucia.

Junto a los filósofos es preciso mencionar a aquellos hombres que no lo fueron, pero cuyos descubrimientos hicieron de ellos punto de referencia obligado para toda la cultura. Tal es el caso de quien ha sido considerado el inventor de la medicina: Hipócrates (h. 460-h. 377 a.C.). En su opinión, la ciencia médica todavía oscilaba demasiado entre quienes pretendían conocerlo todo a partir de una hipótesis abstracta, sin molestarse en observar de cerca el funcionamiento del cuerpo humano, y quienes, sin ningún conocimiento de su funcionamiento, empleaban remedios basados únicamente en los experimentos.

En cambio, la verdadera ciencia médica debe proceder mediante la recogida de datos, la sistematización y la formulación de hipótesis que puedan someterse a verificación. Sólo de esta forma los médicos podrán transformarse de "magos" en verdaderos "sanadores" del cuerpo y del alma -profundamente unidos en opinión de Hipócrates- del ser humano.

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