Éstas son las cuestiones a las que trataron de dar respuesta algunos filósofos. Se trata de Heráclito (h. 550-h. 480 a.C.) "el oscuro", del "venerado y terrible" Parménides (h. 515-h. 440 a.C.) y del "ingenioso" Zenón de Elea (activo en el siglo V a.C.). El hecho de que los tres tuvieran un sobrenombre no sólo indica su alcance, sino que caracteriza la solución que cada uno de ellos dio a la contradicción entre la experiencia del continuo cambio de las cosas y la permanente identidad de las mismas.
De Heráclito sabemos que trató de establecer una terminología propia para la contradicción entre ser y devenir, creyendo que la esencia de las cosas radica en la simultaneidad de los contrarios, en el ser algo (por ej., un niño) y, al mismo tiempo, en el no ser algo de lo otro (un adulto), y, por tanto, en el incesante devenir causado por el contraste (en griego, pólemos) entre contrarios.
Detrás de la apariencia que ofrece la experiencia -que no sabe decidir si pensar que todo cambia o creer que el cambio es sólo exterior y que todo permanece idéntico a sí mismo- se encuentra, según Heráclito, una razón (lógos, en griego también "discurso") que los seres humanos pueden alcanzar si abandonan su modo habitual de observar la realidad y se esfuerzan en ir más allá de la apariencia. Aquí rige una ley única que es precisamente la simultaneidad de los contrarios, el nacer y el perecer de todas las cosas a un ritmo que es el sentido de la vida misma, del cual nada se escapa, al cual es inútil querer enfrentarse, y el que debe ser conocido y aceptado por el ser humano para poder estar en justa armonía con el devenir del cosmos.
Al "oscuro" Heráclito, que se esforzó por expresar el devenir, se suele contraponer el "venerado y terrible" Parménides, ya que éste sostiene que lo único que de verdad existe es el ser y nada más que el ser. Pero en realidad la contraposición es menos violenta de lo que puede parecer. El punto de partida de ambos es el mismo, esto es, el carácter contradictorio de la experiencia, también es idéntica la idea de que se debe mirar más allá de la apariencia inmediata de las cosas y, por último, comparten la opinión de que la verdad se ha de buscar mediante la razón y no a través de la experiencia.
Con todo, existe una diferencia profunda. El incesante devenir, por el cual todo es y al mismo tiempo cambia, es para Parménides sólo una apariencia, una imagen que los seres humanos han creado sin reflexionar, una opinión injustificada. A ella se contrapone la verdad, según la cual si en el pensamiento se da una contradicción, entonces es que hay un error.
Creer, como Heráclito, que el agua como esencia el ser líquida pero también el no ser hielo, aunque pueda llegar a serlo, significa pensar aquello que no es (el agua helada) como si existiera y lo que es (el agua para beber) como si no existiese de verdad. Para Parménides ésta es precisamente la falsedad y la verdad es más bien lo contrario, es decir, que todo es, que algo no puede ser aquello que es, y el pensamiento debe esforzarse en distinguir sólo el ser, aunque sea a costa de negar la experiencia que de manera continua le muestra el incesante devenir de los seres humanos y de la naturaleza.
Si es cierto que el devenir de Heráclito no puede explicar cómo las aguas del río en el que nos bañamos, aun no siendo nunca las mismas, siguen siendo siempre las aguas de ese río -algo que Heráclito precisamente negó-, también el ser de Parménides muestra partes absurdas. Si todo es, no existe el no ser y nada cambia, ¿cómo se explica, pues, el movimiento que realiza la flecha desde el arco hasta el blanco? ¿Quizá la flecha no está primero en el arco para poder estar luego en la diana y no estar ya más en el arco? De consecuencias indeseables como ésta trató de encargarse la defensa que de la doctrina del maestro llevó a cabo su discípulo Zenón de Elea, famoso por la astucia con que asumió tal encargo. Al tratar de defender las ideas de Parménides de la acusación de que llevaban a consecuencias absurdas, Zenón ideó un modo de proceder genial; en vez de aducir nuevos argumentos a favor de las tesis parmenideas, analizó con incomparable argucia las de sus adversarios para demostrar que también éstas tenían consecuencias igualmente irracionales. Muchas de estas "paradojas" se han hecho famosas, como la que trata sobre el movimiento físico, según la cual quien admite que las cosas se mueven debe aceptar también que el veloz Aquiles no alcanzará jamás a una lenta tortuga. En el tiempo que Aquiles emplea para llegar hasta el animal, éste, aunque sólo sea un poco, ya habrá avanzado algo, y en el tiempo que emplee Aquiles en cubrir la nueva distancia, la pata de la tortuga le habrá llevado también un poco más allá, y así hasta el infinito, de modo que Aquiles, por rigor lógico, jamás conseguirá alcanzar a la tortuga.
Éste es el problema. Ciertamente, no podía decirse quien tenía razón. Con frecuencia, en filosofía un problema se resuelve cuando caduca su planteamiento, muchas veces a causa del cambio de las condiciones sociales que lo ocasionaron, de tal manera que se impone una consideración diferente, un nuevo debate que resulta similar, aunque no idéntico, al precedente.
El nuevo debate, expresión de un modo diferente de sentir, se formula en distintos términos y refleja una nueva actitud ante la realidad que sólo con un gran esfuerzo continúa el planteamiento precedente. En este sentido, la suerte de las ideas de los filósofos del ser y del devenir será ejemplar.
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