lunes, 24 de septiembre de 2012

Evolución del Pensamiento Escolástico. Escoto y Guillermo de Ockham.

Las especulaciones de Tomás de Aquino sobre la realidad jurídica encontraron resistencias y al final cedieron ante propuestas alternativas. La llamada Segunda Escolástica, protagonizada sobre todo por españoles, supuso el triunfo de una manera de entender la normatividad que no era la de Tomás de Aquino y sentó algunas de las bases de las teorías jurídicas y políticas modernas. Esas bases fueron la elaboración de los conceptos de norma jurídica como imperativo y de derecho como facultad.

Escoto y el pensamiento escolastico
Escoto

- El nacimiento del imperativismo y de la noción de derecho como facultad


Tomás tiene una consideración finalista de lo normativo; la existencia de las leyes y el derecho dependen de bienes y fines humanos que reclaman nuestra atención. Es cierto que las leyes humanas no son tales si no proceden de la voluntad del gobernante, pero la determinación del derecho (tanto en el plano general como en el concreto) ha de ser tarea de la razón práctica dirigida por la prudencia.

La corriente que inicia Duns Scoto plantea este asunto de manera diferente. La causa de esta divergencia está en una valoración diferente de las capacidades de la inteligencia humana. Para Tomás, a pesar del Pecado Original, la naturaleza humana conserva bastante capacidad para captar la existencia de principios morales objetivos. En cambio, Duns tiene una concepción más pesimista de la naturaleza del hombre, a causa en buena medida de su pertenencia a la Orden de los Franciscanos. Estos frailes consideran que la facultad más importante del hombre es el amor a Dios: en él encuentran su único camino de salvación. Esta postura franciscana se inserta en una tensión presente a lo largo de toda la Escolástica: la existente entre el intelectualismo y el voluntarismo.

Los intelectualistas confían en la capacidad de la razón humana para entender algo de la ordenación divina del mundo; ciertamente, el hombre es incapaz de entrar en la mente divina, totalmente fuera de su alcance, pero sí capta cierta iluminación que le permite atisbar algo de la verdad. Y así, es posible entender que hay cosas que están mal -como hacer daño a un inocente- y cosas que están bien- como cumplir con la palabra dada. Son comportamientos en sí mismos buenos y racionales y cualquier persona sana lo capta. Como Dios es el sumo bien, es lógico que esos preceptos formen parte del orden natural. Santo Tomás forma parte de este tendencia teológica.

En cambio, los voluntaristas menosprecian el papel de la razón en el conocimiento de las directrices de la vida humana. Éstas han sido establecidas por Dios y la inteligencia del ser humano es demasiado pobre para atisbar siquiera mínimamente alguna causa de la actuación divina. Lo único que importa es que el orden moral ha sido querido por Dios y que debemos obedecerle movidos por nuestro amor. Además, estos teólogos temen que un exceso de racionalismo pueda quebrantar la fe cristiana. Los intelectualistas afirman la existencia de conductas buenas por sí mismas, con independencia de quien las ordene; al ser Dios la bondad máxima, su voluntad quiere esas conductas. Sin embargo, los voluntaristas perciben aquí una cierta limitación de la voluntad divina que, necesariamente, ha de ser omnipotente. Concluyen que no hay conductas buenas o malas en sí, sólo son buenas o malas porque Dios las ordena o las prohibe; su voluntad inescrutable es la única fuente de moralidad. En consecuencia, lo único importante para el hombre es la obediencia a la voluntad divina. Las implicaciones de este voluntarismo teológico para nuestro asunto no son escasas. Tomás de Aquino había destacado el papel fundamental de los principios de la ley natural, pero también el ámbito moral autónomo que la razón humana era capaz de diseñar.

Ese cambio desaparece en los franciscanos voluntaristas: el hombre queda solo ante Dios como única referencia moral. Esta mentalidad les llevó también a sentir muy poco aprecio por el derecho. No defendían los comportamiento ilegales; respetaban las leyes, pero recelaban de la moralidad intrínseca que pudiera tener el derecho. Los franciscanos pensaban que el amor cristiano y el derecho no casaban bien (como reza un viejo dicho alemán: Gute Juristen, böse Christen: buenos juristas, malos cristianos).

Juan Duns Escoto afianza la vía para el planteamiento imperativista. Su Teología supone una alternativa crítica a los planteamientos aristotélico-tomistas. Ciertamente, Escoto no defiende el comportamiento irracional. Tanto él como Tomas de Aquino entienden que razón y voluntad son dos facultades fundamentales del hombre. Para Tomás la razón capta lo que debe hacerse y la voluntad mueve a la actuación en ese sentido. Escoto entiende que la razón conoce los criterios morales pero en última instancia actuamos porque la voluntad se mueve. Es la voluntad la que lleva al hombre a conocer el bien y, por tanto, es lo más importante.

De manera coherente con estos presupuestos, Escoto adapta una postura voluntarista. Sólo admite la existencia de dos preceptos inevitablemente buenos: como Dios es la misma bondad, necesariamente tiene que amarse a sí mismo y constituirse como objeto supremo de amor; por tanto, es un precepto evidente el de amar a Dios. Éste es el único derecho natural en sentido estricto. El resto de preceptos considerados habitualmente parte de la ley natural son buenos únicamente porque Dios así lo quiso.

La diferencia con el planteamiento de Tomás es clara: según el dominico hay bienes que son específicamente humanos y obligan a su cumplimiento, porque el hombre tiende naturalmente al bien. Para Escoto esa obligatoriedad sólo puede proceder de la voluntad divina, porque lo mundano no puede proporcionar criterios morales. El hombre consiste en una voluntad que sólo encuentra asidero en los mandatos divinos. El acto moral es el que busca algo bueno, y ese algo es bueno porque Dios lo ha querido: así la voluntad buena es la que quiere lo que Dios quiere. Si para Tomás los bienes son causas finales que el hombre debe conseguir, aunque no estén mandados directamente por Dios, Escoto rechaza la existencia de ese tipo de bien. Lo bueno para el hombre no le viene dado por un mundo de interrelaciones en el que pueda insertarse, tal y como intuían los romanistas. La humanidad es para Escoto algo incomunicable, es la "última soledad del ser" que acoge la voluntad divina. De esta postura deriva la semilla de un individualismo incipiente que tendrá enorme importancia en los siglos siguientes.

Con independencia de las consideraciones estrictamente teológicas, esta postura tuvo consecuencias para la noción de derecho, porque llevó a la identificación de lo normativo con los mandatos o imperativos del superior. Tomás de Aquino concebía al derecho como la "cosa justa", determinada a partir tanto de reglas generales de tipo diverso como de las circunstancias del caso. Por otra parte, la ley humana debía su juricidad no sólo a su procedencia política, sino también a su contenido; en la elaboración de ese contenido, el legislador debía tener en cuenta las necesidades y circunstancias de la sociedad a la que iba destinada la regla. En consecuencia, la voluntad de su autor se desvanece en la mentalidad franciscana. En efecto, ellos desprecian el valor de las particularidades "mundanas" a la hora de elaborar reglas de conducta de forma que la única fuente admisible es la voluntad divina. Y en los ámbitos no regulados por la voluntad de Dios el único punto de referencia podrá ser la voluntad del legislador político.

Otro teólogo franciscano, Guillermo de Ockham, desempeñó un papel destacado. Ockham defendió un voluntarismo más radical que el de Escoto. Éste admitía aún el precepto de amar a Dios como algo necesario. Ockham, en cambio, considera que todos los preceptos de la ley natural, incluyendo el amor a Dios, son producto de la voluntad divina; ésta podría haber ordenado a los hombres que le odiasen y, en tal caso, ése habría sido el comportamiento debido y moralmente correcto.

Guillermo de Ockham utiliza ampliamente la noción de derecho como facultad. Esta acepción ve al derecho (ius) como un poder para hacer, omitir, reclamar, etc. según lo dispuesto en una regla que regula estas facultades. En esta acepción la palabra derecho tiene un sentido subjetivo, porque hace referencia a la capacidad que está en manos del sujeto -el titular del poder o derecho- para actuar en un sentido determinado. Esta forma de conceptuar lo jurídico ya desde el siglo XII la encontramos en el Derecho canónico. Los canonistas utilizaron la palabra ius para referirse, por ejemplo, al derecho a elegir los candidatos para una sede episcopal. Los juristas del Derecho común fueron más remisos a emplear la palabra ius en ese sentido, pero acabaron haciéndolo a partir del siglo XIV sobre todo: la potestad del paterfamilias era un ius, igual que el dominium o propiedad privada.

Ockham hizo un uso especialmente llamativo de esta acepción. Pretende demostrar que ni Cristo ni los Apóstoles poseyeron nada, y que el uso que tenían los franciscanos era un uso de hecho no jurídico. Para conseguir ese objetivo se centra en el estudio de la propiedad privada, a la que los romanos y medievales llamaban dominium. Ockham declara que el dominium tiene diferentes formas. Simplificando su explicación podemos decir que hay un dominium propio de la época originaria del hombre y conferido por Dios antes del Pecado Original. Tras él aparece el dominium civile propio de las sociedades ya organizadas: la diferencia entre ambos es que el segundo puede reivindicarse ante los tribunales y el primero no. El dominio originario ni siquiera es de derecho natural (como afirmaban los integrantes del ius commune) sino personal, incomunicable, libre, propio de todas las personas y anterior a todo orden jurídico humano. Ese poder es el que tienen los franciscanos para usar sus bienes; es un poder lícito al estar concedido por Dios, pero no es jurídico, porque no puede ser reclamado ni defendido ante los tribunales.

Los franciscanos como Ockham postulan una imagen del hombre que, desprendido de las instituciones y reglas propias de la sociedad, queda como un individuo solo ante Dios; en ese situación el hombre posee una potestad originaria donada por Dios para actuar en el mundo y se esa potestad derivará el derecho.

Con independencia de los motivos concretos, a lo largo de los siglos XIV y XV se difundió entre los teólogos la idea del derecho como un conjunto de órdenes procedentes de un superior y de facultades de actuar según lo dispuesto en esas órdenes. Uno de los teólogos más importantes de la época, Juan de Gerson, entiende que el derecho es una "facultad o potestad máxima perteneciente a alguien según un dictamen de la primera justicia (divina)". Es decir, es un poder conferido por la ley que tiene la persona para actuar conferido, y que en última instancia procede de la potestad divina. Encontramos así la confluencia de todas las ideas franciscanas anteriores: la presencia de la ley como un mandato y el derecho como la facultad de actuar según lo que dispone el mandato. La verdad es que esa interrelación es lógica. Toda ley es una prescripción y como tal ordena una serie de comportamientos o permite otros; entre lo ordenado, lo prohibido y lo permitido aparecen los poderes o facultades de los sujetos sometidos a la ley: lo que ésta nos permite o nos manda hacer son facultades jurídicas. Inevitablemente, toda reflexión sobre el derecho que parta de la ley como mandato lleva también a la afirmación del derecho como facultad. Estas reflexiones fueron enormemente influyentes, porque Gerson fue un autor muy citado en los siglos siguientes.

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- El nacimiento de las ideas modernas sobre el Derecho: artículos en el blog de Teoría del Derecho


+ La segunda escolástica española

+ El humanismo jurídico. Fernando Vázquez de Menchaca

+ La nueva ciencia de la naturaleza

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Fuente:
Apuntes del profesor Manuel Jesús Rodríguez Puerto, correspondientes a la asignatura de Teoría del Derecho, impartida en la Universidad de Cádiz.