miércoles, 2 de julio de 2014

La filosofía positiva

El método en que se basan las ciencias naturales parece simple y seguro, en especial si se compara con el incierto camino de las ciencias humanas y, entre ellas, de la filosofía. Físicos y biólogos no tienen ningún problema: los datos de la experiencia, de los que deben partir, están a su disposición, de esos datos se extraen teorías generales, leyes que después se someten a verificación mediante experimentos.

Darwin y la filosofia positiva
Charles Darwin (1809-1882), naturalista británico, autor de la teoría que postula la evolución natural de los seres vivos.  El canon de la teoría darwiniana se extendió después a otros ámbitos del conocimiento.

- Filosofía positiva o positivismo


Este modo de proceder, a pesar de su sencillez, había mostrado su efectividad en el ininterrumpido progreso de las ciencias y la técnica. Sin embargo, cuando el objeto de estudio no es el mundo natural, sino el consorcio civil o el alma humana, todo se hace más difícil. Filósofos y científicos no están de acuerdo en nada, ni siquiera sobre lo que debe ser considerado un hecho de la realidad o cuál sea el método correcto de investigación. Si bien existen serios motivos para dudar de estas contraposiciones es natural que, en una época de grandes éxitos científicos, algún filósofo se preguntase si no sería oportuno que la filosofía copiara el método de investigación de las ciencias físico-matemáticas y naturales. Esta orientación filosófica se denominó positivismo o filosofía positiva, para contraponerse incluso en el nombre a la filosofía hegeliana de la contradicción y la negación determinada.

- Utilitarismo y Stuart Mill


Un ensayo de pensamiento positivo lo encontramos ya en la corriente filosófica anglosajona conocida con el nombre de utilitarismo, cuyo máximo representante fue John Stuart Mill (1806-1873), autor del Sistema de lógica deductiva e inductiva (1843) y de los fundamentales Principios de economía política (1848).

Su idea principal fue contraponer a la incertidumbre de la reflexión filosófica la sencillez del principio según el cual la finalidad de la vida civil es "obtener la máxima felicidad posible para el mayor número de personas". Esta óptima situación se alcanzaría cuando, garantizadas las libertades fundamentales del individuo por parte del Estado, se dejase vía libre a cada uno para que obrara de acuerdo con lo que considerase útil para sí. El conjunto de lo útil se armonizaría espontáneamente creando el mayor bienestar colectivo posible. Más que a los resultados, que como se ve reflejan la ideología burguesa de mediados del siglo XIX, es útil atender al planteamiento, ya que los utilitaristas intentaron, por primera vez, plantear de modo positivo la cuestión de la vida social humana, lo que sería la nueva ciencia de la sociología

- August Comte: estudio del hombre como ser social


Pero fue un filósofo francés, August Comte (1798-1857), el fundador del moderno estudio del hombre como ser social. Su obra, recogida en los volúmenes del Curso de filosofía positiva (1830-1842), está dedicada a la relación que vincula las ciencias a la evolución social. Ésta se distribuye en épocas orgánicas, estables y de bienestar, y épocas críticas, la última de las cuales estaría representada por la Revolución de 1789. El desequilibrio de las épocas críticas debe resolverse recreando las condiciones culturales para el renacimiento de la armonía civil. Las ciencias, a las que les corresponde esta función, tienen a su vez un ritmo de desarrollo que se manifiesta en el paso del estadio teológico (en el que domina la autoridad) al estadio metafísico (de la razón sin fundamentos sólidos), para llegar al final al estadio positivo. Éste es el único verdaderamente científico, porque renuncia a indagar el porqué de los fenómenos para dedicarse exclusivamente al cómo. Mientras las ciencias de la naturaleza, dada la simplicidad de su objeto, han alcanzado ya el estadio positivo, las ciencias sociales están ancladas aún en la metafísica, y van a la búsqueda de los primeros principios, de las causas, la psicología y otras invenciones quiméricas. Es necesario que abandonen estas condiciones y se orienten hacia los métodos positivos de las otras ciencias. A Comte no parece preocuparle la duda de que en las ciencias humanas no exista nada parecido a los datos de experiencia indudables y ciertos. Un dato de experiencia, para serlo, tendría que existir independientemente de quien lo observe, de qué piense éste acerca de él, etc.

- Charles Darwin


No sólo esta neutralidad absoluta es difícilmente imaginable en el campo de la vida social, sino que ademán el progreso científico demostrará a los positivistas que su planteamiento es ilusorio incluso referido a las ciencias naturales. Un buen ejemplo, en pleno clima positivista, lo ofrece el famoso científico británico Charles Darwin (1809-1882), autor de la célebre obra El origen de las especies (1859). De acuerdo con la teoría darwiniana las especies animales, incluido el hombre, no fueron creadas por Dios tal como las encontramos hoy, sino que son el resultado de un proceso evolutivo. A partir de la recombinación de los genes, se crean casualmente nuevas características de la especie; las que son útiles para la supervivencia se conservan, ya que los individuos portadores de las mismas son más fuertes y mejor adaptados y tienen, por tanto, mayores probabilidades de vida y de propagar su código genético. Todas las maravillas del mundo animal, y con ellas también del mundo humano, resultan de una selección natural ejercida por el ambiente y la competencia de las distintas especies, y de los individuos de cada especie entre sí.

- Herbert Spencer


El problema surge cuando otro británico, Herbert Spencer (1820-1903), en su obra La estática social (1850), se dispuso a extraer consecuencias filosóficas y sociales de los descubrimientos de Darwin. La principal consiste en la reivindicación de los méritos de la selección natural de la especie también en el campo social. Según Spencer es bueno y útil que tengan éxito, poder y mayores esperanzas de vida los individuos que demuestran estar mejor adaptados al ambiente social, de hecho, los que ya poseen poder económico, político, etc.

Las protestas no se hicieron esperar: ¿cómo se puede sostener que todos los hombres compiten partiendo de condiciones análogas? El hijo de un zapatero de Londres y el de un banquero de París, ¿tienen de verdad las mismas posibilidades de éxito, por lo que "vencerá el mejor"? Evidentemente no. Pero, si así fuese, ¿qué garantías tenemos de que la sociedad, creada por el hombre y no por Dios, seleccione a los mejores y no únicamente a quienes tengan menos escrúpulos? Los animales deben obedecer a la selección natural, porque ellos no modifican su ambiente, pero el hombre crea y modifica su ambiente social y, por tanto, éste no puede ser tomado como juez último de quién merece sobrevivir y quién, por su inadaptación, debe sucumbir.

- Ataques al positivismo: físicos, filósofos y matemáticos


A esta protesta filosófica y moral se le sumarán muy pronto otros golpes mortales para el Positivismo, sobre todo a partir de descubrimientos científicos que ponían en discusión la pretendida neutralidad del recolector de los famosos datos de la experiencia. A partir de la segunda mitad de siglo se hace evidente que el espacio, el tiempo, la observación y el experimento científico e incluso la materia misma no se adaptan a los deseos del Positivismo. Nuevas geometrías (las denominadas geometrías no euclidianas) elaboran modelos espaciales de cinco y diez dimensiones que ningún ser humano podrá percibir, pero que funcionan como la vieja geometría tridimensional. Los físicos demuestran que toda medición es relativa al sujeto de la medición misma, que el espacio y el tiempo son variables dependientes (la famosa teoría de la relatividad formulada por Albert Einstein), que no existe una observación que no modifique el objeto (el "principio de indeterminación" de Werner Heisenberg) y que incluso los elementos mínimos de la materia, los átomos, no son auténticas partículas físicas sino ondas o mejor "quantos" de materia bajo forma de ondas.

Ello basta para invalidar la idea de que la ciencia tiene éxito porque se limita a observar neutralmente los datos empíricos, y que la filosofía debe imitarla. Los datos empíricos no existen, y si la ciencia tiene éxito debe ser por otras razones. Que la filosofía deba imitar a la ciencia es simplemente una toma de posición personal basada en ideas y valores no demostrables. Richard Avenarius y Ernst Mach, un filósofo y un físico, proponen a finales de siglo un empirismo depurado de la ingenuidad de los positivistas, un empirismo crítico (denominado empiriocriticismo) donde los famosos datos de la experiencia se reducen a estados de conciencia observables. Pero el Positivismo recibirá ataques más duros todavía por parte de científicos y filósofos. Entre los primeros destaca el matemático Jules-Henri Poincaré, con su trabajo sobre la historia de las ciencias, orientado a demostrar el papel crucial e insustituible que juegan la fantasía y determinados presupuestos no justificables racionalmente -como la idea de que una teoría simple es mejor, es decir, más verdadera que una compleja- en las ciencias naturales e incluso en la matemática pura. Desde el frente religioso, en encendida polémica contra el presunto ateísmo de Darwin o Spencer (por lo menos en cuanto a proclamas, porque socialmente la Iglesia se encontrará a menudo en la misma parte de los defensores de aquella teoría), la crítica más dura procede de otro francés, el filósofo hegeliano Emile Boutroux (1845-1921). La ciencia, argumenta, consiste en la reducción de diferencias cualitativas a relaciones cuantitativas, del mismo modo que el calor y el frío son reducidos a una diferencia de cuatro o cinco grados respecto a la temperatura corpórea. Esta reducción, observa Boutroux, es muy útil pero no puede sustituir las cualidades; la experiencia humana está hecha de cualidades percibidas y no de relaciones cuantitativas. De ello se sigue que experiencia y ciencia se sitúan en dos niveles de realidad no sustituibles entre sí: uno no puede penetrar en el otro. Son, sostiene Boutroux en su obra "Sobre la contingencia de las leyes de la naturaleza", contingentes uno respecto al otro. De aquí deriva el nombre de su posición filosófica: contingentismo.